Llegaste casi de casualidad, alterándolo todo.
Siempre anticipabas las mareas, y si la luna estaba un poco más grande que de costumbre, me sacabas de casa a bailar bajo la luz de las farolas del vecindario. Todo iba bien, a veces, hasta parecía que podrías borrar lo que antes me había estado sirviendo de oxígeno, e implantar tu aire en mis pulmones para respirar un poco.
Entonces llegaron los reproches, y se empezó a distorsionar esa realidad tan paralela y absurda en la que me había acomodado. Las malas contestaciones, los llantos que antes eran sonrisas, las miradas empezaron a gritar, y ahí ya no hubo manera de controlarlo.
Aparecieron las pesadillas, las llamadas a un número ocupado que no hacía más que comunicar, aunque no hablaras con nadie (o eso decías), las fobias a todo lo que te/me recordaba a ti/mí.
Esa extraña forma de quererte cuando no te tenía.. y echarte de más cuando estabas al lado... O esas veces en las que despertaba contigo, aunque no estuvieras y mis brazos sólo pudieran agarrar tu recuerdo en la parte fría de la cama.
Pasamos a esa fase de resurrección en la que traer unos helados por la tarde y dormir en el sofá era lo más "apropiado". Inservible, pero "apropiado".
Y otra vez a intentar dejarme ir detrás del aire que mueve las hojas caídas que deja Octubre, y el otoño tras su paso, pensando que cada una de ellas era un minuto que estábamos desperdiciando en no querernos...
Era como una pared que no me dejaba ver la realidad.
Pero volviste a irte, y empecé a repetirme la misma frase:
"Cuando quiera volver, que vuelva..."
Irremediablemente se cumplió eso de que uno sólo conserva lo que no amarra, y ahora que pretendes volver, yo no sé si ya me he ido..
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